miércoles, 29 de septiembre de 2010

Egresé del colegio. Tuve una estúpida fiesta de egresados donde lo único que hice (literalmente) fue estar parado con el celular en la mano esperando una llamada que no iba a llegar jamás (aunque le dije que era mi fiesta de egresadas del colegio y aunque le recalqué que era importante que estuviese ahí). Decepción, eso sentí. Maldita fiesta: todas mis compañeras bailando y yo parado, sin entender demasiado qué estaba pasando. Ellas tomaban alcohol, yo miraba. Ellas saltaban y gritaban, yo miraba. Y no desde el resentimiento, sino desde el desconocimiento total, porque nunca entendí cómo alguien puede divertirse en un lugar así: lleno de humo y de gente sudorosa que baila sin parar y alcohol y mentiras y gente en busca de gente y el desorden y el tumulto. No, no es para mí. Quizás por eso no fui a Bariloche con todas mis compañeras, quizás por eso no tuve viaje de egresados. No me gusta la gente y menos la gente acumulada en lugares cerrados. No, lo siento.
Puedo quedarme despierto hasta las seis de la mañana, pero leyendo en casa o nadando en una pileta climatizada o en el cine o viendo una película en el home theatre; no bailando, con calor, con humo y con alcohol. No. Por eso me gustaba, por eso entre otras cosas. Y por eso también tendría que haber presupuesto que no iba a estar en mi fiesta. A las tres de la mañana me fui, después de un escándalo digno de una novela mexicana. Por Dios. Nadie me conoce. ¡No! ¡Jamás!. Volví a mi casa casi llorando. ¿Cómo puede ser que no pueda disfrutar de una fiesta? ¿Por qué me siento tan fuera de lugar? ¿Por qué prefiero estar en mi casa? 
Nunca lo que yo quiero se hace realidad, nunca. Porque mi imaginación siempre es má grandiosa y más potente y mucho más placentera que la realidad. Ojalá fuera autista, ojalá viviese adentro de mi mente. Quisiera dormir para siempre.

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